Fernando Collor de Melo, desde la pantalla de Globo TV sedujo a una cantidad de electores con la fuerza del marketing, Mike Tyson abrió las compuertas de un ascenso económico a los jóvenes de la marginalidad estadounidense por sus destrezas en el cuadrilátero, Jeffrey Epstein era el zar de las finanzas y desde las páginas de las reputadas revistas de mayor reputación creía posible borrar sus debilidades de pedófilo, José Canseco develó el mundo de los esteroides en el béisbol para desacreditar a los mesías de las grandes ligas, el agresivo discurso de corte nacionalista de Manuel Antonio Noriega terminó escondido en una embajada y tristemente ridiculizado por las tropas invasoras, el predicador Jimmy Swaggart perdió el rumbo de orientador religioso al admitir su responsabilidad en un escándalo sexual y aquella percepción de presidente todopoderoso quedó diluida, desde el momento, que Richard Nixon dimitió del cargo el 9 de agosto de 1974.
Antes que el excelso Mario Vargas Llosa describiera la noción de sociedad del espectáculo, el delirio por la imagen parece orientar a los ciudadanos en la dirección de estructurar una visión idílica de políticos, artistas, deportistas que, un simple escarceo de su intimidad, nos llenan de vergüenza debido a las distancias existentes entre lo que creemos y la realidad.
Por desgracia, la vida pública ha sido asaltada por la idea de parecer sin “ser” y el ejército de arquitectos y diseñadores de versiones flojas, insustanciales y huecas, transformadas a fuerza de inversión en los medios constituyen el real fiasco del siglo 21.
Estamos fascinados por las formas, postergando el contenido, la esencia y dedicados a estimular visiones “fofas” que sirven de empuje fatal en todo el proceso de valores invertidos que dañan la calidad del producto, muchas veces, consumidos en cantidad desproporcionada con el sello de bueno, pero el paso del tiempo nos refiere al fiasco y amargura.
La mentira no es sostenible a largo plazo. No obstante, el daño que produce todo el interregno hasta llegar a la desilusión trae en su vientre consecuencias irreparables porque los períodos de entusiasmo tienden a desbordar la racionalidad y observación objetiva.
Así como el dinero sirve para alcanzar metas propensas a confundir a los beneficiarios de que lo conseguido representa el único método exitoso, los pueblos exhiben la virtud de edificar mecanismos que limitan esa noción triunfal.
Un poco tarde, comienzan las señales que organizan a la gente para canalizar la insatisfacción vía las redes, la ira en las plazoletas y el altísimo timbre de las cacerolas, y al mismo tiempo, tocan las clarinadas de advertencia a los bañados por la gracia popular que están desquiciados en la medida que asumen el carácter coyuntural de la victoria como sinónimo de eterno matrimonio con los ciudadanos.
Las victorias de auténtico valor democrático nunca serán eternas, lo inteligente se deriva en la habilidad de extenderla en el tiempo y lo que nos puede aproximar a dicha meta reside en ambientar los valores a retribuir alrededor de conceptos firmes y conductas en capacidad de resistir cualquier estremecimiento porque dejar que los esquemas históricamente adversos pauten las reglas de calificación constituyen una derrota de la franja que se presume exitosa.
El país es testigo de lo que se derrotó. Aquí, la simulación como artículo de exhibición pretendiendo manipularnos no encontró eco en una sociedad que supo de un costoso diseño electoral inspirado en el criterio de que todo se puede comprar.
Por eso, el ciudadano se levantó temprano e interpretó el sentido del cambio debido a su bondad, no porque era “gente buena” sino buena gente, y la distinción es válida, en el afán por las imágenes que nos distorsionan el sentido de la verdad, haciéndonos prisioneros de confianza de valores invertidos, legitimados y en capacidad de pautar los aptos para el desempeño en la medida que el viento de los aportes económicos sustituyan la calidad, riesgo y apego a principios.
¡El delirio por la imagen será nuestra desgracia!