Por Tomás Gómez Bueno.
Santo Domingo, RD.- Las elecciones celebradas este domingo 19 de mayo 2024, vienen a confirmarme una vez más la creencia de que el candidato evangélico que se recuesta en el voto de sus hermanos para impulsar su proyecto político tiene pocas posibilidades de alcanzar la posición a la cual aspira.
El voto evangélico es idealista y vaporoso. En tiempo de campaña política salen a relucir entre los hermanos en la fe las múltiples bondades y posibilidades electorales que tiene un proyecto político encabezado por un evangélico, alrededor del cual se teje un sin número de premisas y suposiciones que lo hacen parecer como una opción sólida y segura, pero al termino de los resultados electorales la confiabilidad y lealtad por esa opción están asombrosamente ausente.
Una de las fallas que llevan a esta inconsistencia es que la simpatía política entre hermanos es parte de un afecto fraternal, es una simpatía amigable y complaciente, y al mismo tiempo emocional y prendida en un desbordante fervor triunfalista. El hermano que se acerca a buscar nuestro voto sale repleto de optimismo entusiasta, supone que esa expresión de simpatía y cariño se volcará en un efectivo sufragio a su favor. Se ignora que votar no es un acto emotivo ni simpático, es un momento solitario, de recogimiento y reflexión muy personal y definida.
La promoción política entre los evangélicos opera con un sentido sico-taumaturgico en el que todas las cosas están resueltas porque se trata de un candidato evangélico, que igual que sus seguidores suele creer, envueltos todos una sensación emocionalista, que los votos están asegurados y que se está a puerta de una muy posible victoria política electoral.
Parece que desconocemos que votar es escoger y afirmar una decisión política que coincide con el ideal ciudadano al que humanamente aspiramos. A la hora de votar nuestras difusas simpatías política-religiosas entran en crisis y ceden de forma más racional y concreta a las aspiraciones ciudadanas específicas que hemos ido concibiendo desde nuestras vivencias políticas particulares. Vistas las cosas así, tomamos un decisión con nuestro voto y ante cualquier molestia de conciencia, apelamos al evasivo simplismo bíblico de “Dios es el quita y pone reyes”.
El tiempo de euforia y triunfalismo que el candidato vivió en la campaña al calor de las muestras de simpatía y lealtad de sus hermanos, suele esfumarse y desaparecer el día de la votación. A la hora de votar la espiritualidad que alienta el triunfalismo parece trastocarse en una realidad más humana y concreta y la jerarquía de necesidades tangibles comienza a buscar su ubicación en la mente del votante que le otorga un mayor grado de racionalidad y sentido de conveniencia a su decisión. En las urnas los evangélicos nos convertimos en ciudadanos que exigen y quieren cosas aquí y ahora. Algo muy legitimo que no tiene nada de malo, pero se trata de una realidad que los candidatos evangélicos no ha logrado descifrar cabalmente para desarrollar sus estrategias en consonancia con ese sentimiento ciudadano, sean los votantes evangélicos o no.
La pregunta más recurrente para quienes hemos intentado acercarnos un poco a la conducta del sufragante evangélico, es la de si existe un voto que pueda denominarse “evangélico”.
No podemos pasar por alto la digna participación de nuestro hermano en la fe, pastor Carlos Peña, quien tomó la valiente decisión de participar en estas elecciones con una previsible desventaja; sin embargo, puso su nombre como candidato en estos comicios y comprometió el voto de la comunidad evangélica con un proyecto político de carácter confesional, lo que nosotros valoramos. En estos comicios Carlos se vio favorecido por una coyuntura especial que debió arrojarle un mejor resultado. Pero una vez más el votó evangélico no logró ser redireccionado hacia un candidato evangélico, a pesar de esa tempestad de última hora que puso a temblar hasta los candidatos punteros.
El voto evangélico está afectado de una supra valoración espiritualista que alcanza a los candidatos, que los dimensiona hasta presentarlos como seres superiores e infalibles por el hecho de ser evangélicos. Esto no permite aplicarles a ellos una evaluación realista y más o menos justa que nos permita verlos tal cuales son. Esta super valoración se deshace ante una realidad psicológica muy particular que tiene que ver con las ofertas, con el marketing, con las imágenes más concretas y ostensibles que se han ido fijando en la mente del votante, independientemente de si práctica una u otra religión. El votante, y es lo que deben asimilar los candidatos evangélicos, más que un hermano de fe es un ciudadano que va a las urnas respondiendo o reaccionando a esa condición civil y política. No va como evangélico, va como ciudadano.
Es sobre la base de esa realidad que el voto evangélico es una opción escurridiza y difícil de asegurar porque depende demasiado de una fantasía religiosa que no tiene asidero en la realidad.
Tan errático y desacertado pueden ser los evangélicos en el manejo de las instancias públicas como lo son también en el manejo de las instancias religiosas. ¿Son los concilios y ministerios instancias siempre manejadas con toda la pulcritud e integridad? ¿Tienen todos nuestros hermanos por el simple hecho de llamarse evangélicos la preparación que le otorga las habilidades y competencias para manejar y administrar los bienes públicos? ¿Son las instituciones que manejamos los evangélicos modelos de gestión y organización que merecen ser replicadas?
Estas son preguntas que evadimos de forma cortes y complaciente cuando uno de nuestros hermanos nos pide que votemos por él. Lo más frecuente es que felicitemos al hermano, al tiempo que le prometemos nuestro voto y nuestras oraciones. Sin darnos cuenta estamos creamos una expectativa que no la vamos a llenar al momento de marcar nuestra boleta.
Nuestras organizaciones cristianas con frecuencia devienen también en espacios de luchas que, incluso, están muy influenciadas por prácticas políticas que nosotros decimos rechazar, pero que cuando se dan al interior de nuestras entidades las aplicamos con los mismos escrúpulos de los no cristianos. Ahora, cuando queremos extrapolar lo que nosotros somos como electores y queremos considerar la ética ideal, el comportamiento ideal, entonces tenemos una narrativa que nos eleva a nosotros mismos en el imaginario político evangélico como los “mejores”, y en vista de que somos los “mejores” o nos creemos serlo, el favor del voto evangélico lo suponemos como propiedad nuestra. Lo que en la realidad no es cierto. La lealtad del voto de los evangélicos dominicanos es diversificada. Es una lealtad complicada y resbaladiza.
Estas fallas de nosotros los evangélicos, no es otra cosa que electoralismo inmediatista y repentino que no deja lugar para la reflexión, que no deja lugar al análisis y que no entiende los mecanismos y las normas, registradas o no, con lo que se maneja la política como realidad social. Ante un candidato evangélico nos envuelve un entusiasmo triunfalista de acentuado matiz religioso, pero de pobre estrategia política, de pobres resultados electorales.
Esto nos limita para definir y articular acciones concretas que puedan promover nuestra fe en consecuencia con una práctica política surgida de una reflexión bíblica contextual y pertinente. La verdad es que los evangélicos no sacamos tiempo para reflexionar sobre la política ni tampoco sacamos tiempo para reflexionar sobre nuestros principios y postulados de fe en relación con nuestras responsabilidades y compromisos ciudadanos. No es con simples eslóganes y proclamaciones efusivas y altisonantes que vamos avanzar en el difícil terreno de la política. Las Escrituras nos ofrecen suficientes líneas de gran valor e interés para que como cristianos prioricemos los principios bíblicos en nuestra teología y en nuestra práctica diaria.
La tarea que nos corresponde a nosotros como cristianos es, con una hermenéutica bíblica lo suficientemente pensada y depurada, dedicarnos a construir un discurso basado en las Escrituras que nos permita perfilar una reflexión capaz de darnos un marco de acción sobre la base de los valores y principios del Reino de Dios.
Esta es la manera más atendible y práctica de superar el populismo evangélico, un populismo que hasta ahora no nos ha dado resultados satisfactorios y que nos ha limitado para poner en posiciones claves a personas cristianas. Sin dejar de admitir que algunos de los que han alcanzado estos puestos nos han defraudado dando mal testimonio del evangelio.
Participar en política desde la fe es un compromiso serio y complejo. Exige que nosotros nos abramos con discernimiento a una participación donde Dios sea central y tenga supremacía en todo. Hacer política desde la fe es poner nuestras convicciones en perspectiva del Reino de Dios, lo que nos impele dar pasos bien ponderados para mejorar nuestra sociedad, para mejorar a los gobernados, para mejorar la ciudadanía, para mejorar aspectos de la vida colectiva e individual que son de importancia capital para la nación. Para esto necesitamos la credibilidad, la sustancia ética, el pensamiento, la dedicación, la reflexión de donde derivan ideas y estrategias que nos ayuden a avanzar en las cosas que nosotros nos hemos propuesto o debemos proponernos para ocupar posiciones públicas, posiciones de mando y liderazgo en el Estado.